El crimen no está fuera del sistema: Es el sistema

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Se cree que el mundo se mueve por ideologías, por conflictos entre naciones, por estrategias de poder definidas en oficinas con asesores, mapas y pantallas. Pero cada vez es más evidente que esa versión de la realidad es una ilusión conveniente. Las guerras no terminan, las crisis se repiten, los gobiernos cambian de rostro, pero los verdaderos dueños del mundo siguen siendo los mismos.

Nos distraen con discursos de democracia y geopolítica, pero lo que realmente mueve los hilos es otra cosa.

Catalina la Grande supo que no bastaba con gobernar, que el verdadero poder se tomaba con un golpe certero, sin titubeos. Derrocó a su esposo Pedro III sin mirar atrás, porque entendió que Rusia no podía estar en manos de un líder débil, manipulable, subordinado que rendía la soberanía de su nación en pro de intereses ajenos. En su tiempo, el enemigo era Prusia; hoy, las potencias ya no necesitan generales ni invasiones. El verdadero poder no está en los ejércitos, sino en las estructuras invisibles que manejan el dinero, el crimen y la política como si fueran piezas del mismo juego.

Trump es acaso un Pedro III. Tomemos un caso concreto: la llamada telefónica entre Donald Trump y Volodímir Zelenski en 2019. Se suponía que era un diálogo entre aliados, pero en realidad reveló la lógica oculta del poder. Trump condicionó la ayuda militar a Ucrania—casi 400 millones de dólares—a cambio de información comprometedora sobre su rival político, Joe Biden. No era una cuestión de geopolítica ni de principios democráticos. Era un negocio.

Este escándalo llevó al primer juicio político (impeachment) contra Trump, bajo los cargos de abuso de poder y obstrucción al Congreso, aunque el Senado (de mayoría republicana) lo absolvió en 2020. ¿Aún creen en la transparente justicia congresional?

Ucrania, un país atrapado en una guerra existencial con Rusia, quedó reducido a una ficha en el ajedrez de la política interna estadounidense.

Este caso no es único. Los grandes conflictos actuales no se libran solo en el campo de batalla, sino en las salas de juntas de los bancos y en los despachos de las corporaciones. Mientras EE.UU. envía miles de millones a Ucrania, las empresas de defensa como Lockheed Martin y Raytheon reportan ganancias récord: en 2023, el gasto militar mundial alcanzó 2,4 billones de dólares, el más alto de la historia. ¿Se trata de ayudar a un país invadido o de alimentar la maquinaria de guerra? ¿Importan las bajas en combate, el dolor de los deudos o el horror sangriento de la guerra? Suena la campana de Wall Street e ilusiona a los nuevos inversionistas en armamentos sofisticados: las acciones de Lockheed Martin subieron en la bolsa más emblemática del mundo, que tampoco ha sido invulnerable al lavado de dinero sucio.

Lo mismo ocurre con China, que no necesita tropas para expandirse. Líder en producción de precursores químicos, su gran estrategia es la colonización económica: ha prestado más de 240.000 millones de dólares a países en desarrollo entre 2000 y 2021, atrapándolos en una red de deuda de la que pocos logran escapar. América Latina ya lo siente: en Ecuador, la deuda con China llevó al país a entregar parte de su producción petrolera a empresas estatales chinas, hipotecando su futuro económico.

Y en Rusia, la guerra contra Ucrania ha sido un negocio para los oligarcas. Mientras los soldados mueren en el frente de batalla, magnates como Yevgueni Prigozhin, líder del grupo Wagner (antes de su misteriosa muerte en 2023), se enriquecieron con contratos estatales y el saqueo de recursos en África, como contraprestación a sus belicosos servicios.

Así que surge la pregunta: ¿siguen existiendo los Estados como los conocemos, o ya son solo franquicias de una mafia global?

No se trata de una conspiración monolítica donde un grupo en las sombras lo controla todo. La realidad es más caótica, pero no menos inquietante. El poder hoy es un ecosistema de intereses entrelazados: políticos que dependen de los financistas, empresas que se nutren de la guerra, economías que prosperan con el narcotráfico y la corrupción, sucesores de sentenciados que se reciclan en grandes corporaciones y cargos públicos. El crimen no está fuera del sistema; en muchos casos, es el sistema.

Pero hay matices. No todo es homogéneo. En los márgenes, todavía hay espacios de resistencia: movimientos ciudadanos, periodistas que revelan verdades incómodas, medios que aún no se han vendido a la seductora pauta publicitaria multimillonaria que los volvió vulgares pasquines para defender fraudulentos gobiernos corporativos, que no son accesibles para el ciudadano del común y exaltan a dudosos líderes que quisiéramos ver intentando navegar este mar de sombras sin hundirse, con más sed de justicia y equidad que de abonos, comisiones y transferencias bancarias en paraísos fiscales, como suele ocurrir.

Es fácil caer en la desesperanza, pero la historia ha demostrado que incluso los imperios más poderosos pueden resquebrajarse desde dentro.

Y ahí está el mejor ejemplo: Trump ha vuelto al poder. La vendetta no tardó en llegar. Ucrania, el país que no cedió a su presión en 2019, ahora siente el peso de esa decisión. Su administración ha suspendido la ayuda militar a Kiev, promoviendo negociaciones directas con Rusia que benefician más a Moscú que a Ucrania. Como si fuera un "padrino" que no olvida, Trump le está cobrando a Zelenski su independencia de hace cinco años.

Pero la jugada es aún más oscura: su gobierno ha ofrecido a Ucrania un "rescate" financiero a cambio de la explotación de tierras raras, minerales críticos estratégicos para la tecnología y la defensa. ¿Es ayuda o una toma hostil de recursos? Mientras tanto, Washington envía un mensaje claro a Europa: "ustedes lidien con este problema."

El nuevo orden internacional no se rige por ideologías, sino por transacciones. El poder ya no se viste de discursos, sino de contratos y venganzas. Como decía el doble exprimer ministro británico Lord Palmerston:

"No tenemos aliados eternos, ni enemigos perpetuos. Nuestros intereses son eternos y perpetuos."

El problema es que esos intereses ya no son de los Estados, sino de quienes los usan como fachada.

Y si las naciones son ahora simples fichas en un juego de poder, ¿qué nos queda a los ciudadanos?

La historia de Max Rockatansky, el origen de un mundo explosionado propuesto en Mad Max, la saga creada por el cineasta australiano George Miller, parecía solo una trágica ficción. Esperemos que no esté a la vuelta de la esquina.

¿Nos gobiernan los Estados o una mafia global?

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