Como todos los sábados a esa tierna edad, casi siete años, dormía hasta tarde. No había estudios y el desayuno podía esperar. Luego vendrían algunos deberes: acompañar a mi padre y traer la lista de algunas vituallas para el fin de semana.
Al despertar, siempre veía ese túnel concéntrico donde las luces brillaban y cambiaban de colores verdosos a azules o violeta. Esto me daba una pausa y me explayaba en infinitos viajes que, esta vez, fueron interrumpidos por unos sollozos tenues, ahogados, que fueron creciendo como una borrasca. Bajé de la cama contrariado. Algo muy grave parecía suceder.
El piso de la casa era de tablas gruesas, finas, blancas de tanto lavarlas y restregarlas. Este entablado, justo encima de ese gran sótano donde decían había alguna guaca o "entierro", pues en ocasiones destellaban luces desde lo más recóndito y oscuro, quizá de algún gato o vaya uno a saber.
Caminé muy despacio y preocupado hasta irme acercando a algo que no quería. Llegué a la cocina, lugar en el que se desvivía mi madre, sin lograr ahuyentar el rechinar del piso, falto de parafina entre sus huecos. Nadie me vio llegar.
Encontré el horror, el terror y la desesperanza: mis tres hermanas abrazadas, consolándose entre sollozos. Una exclamaba con un dejo, "¡Ay por Dios, mi madre no!". Otra replicaba, "¡Dios no te la lleves!" Había fallecido... mi madre.
No quise escuchar más, me volví a la cama abatido. Me cubrí mojando las cobijas en llanto. Supliqué al padre celestial que fuera un mal sueño o pesadilla. No es cierto, martillaba en mi mente. Te lo suplico, no te la lleves. Te prometo ser mejor, no causar más molestias, solo es un oscuro trayecto transitorio y quieres darme una lección. ¡Oh padre, no lo permitas!
Mi madre nació en una familia opulenta para la época, 1931. Su madre, una mujer muy devota y de oración constante, como ella, sencilla y agradable a todos, con una apreciable fortuna y en demasía discreta. Su padre, amoroso, más del mundo, andariego, elegante, festivo, bailaba tango y era buen conversador. Cuando había pocos carros en Medellín, era un afortunado conductor que daba entrevistas en tabloides quejándose de los traviesos velocípedos, como hoy nos quejamos de las miles de motocicletas.
La empresa era un inmenso taller donde, desde principios del siglo veinte, se producían líneas o escaleras, hoy más conocidas como "chivas". Allí se ensamblaban sobre los chasis, los pintores daban su toque artístico en lienzo metálico en la parte posterior, unos verdaderos artistas. Los acabados pulidos en latonería, en concurso con electricistas, carpinteros y tapizadores, sacaban lo mejor de su repertorio y salía la obra de arte rodando con esa inmensa parrilla en la parte superior. Aún deambulan muchos en veredas, caminos ásperos y lugares remotos, donde los elegantes buses jamás osarían ir.
La empresa fue languideciendo, apagándose, hasta la agonía. Los buses se fueron popularizando y grandes emporios avasallaron este emprendimiento que duró pocas décadas. Y mi madre, que de cuna lo tuvo todo, fue perdiendo privilegios y le tocó sumarse a su nueva vida, con humildad y silencios mientras tejía en su Philips.
Su hermano mayor, Pastor, le ayudó en demasía, no era para menos con ese buen nombre. Le apoyó en momentos cruciales de su vida y colmó carencias que había en esa inmensa casona que adornaba el parque principal de Itagúí y que luego, con el paso de los años, llegó a ser la más vetusta, fea y vergonzosa edificación. Hasta la apedreaban y algún borracho gritaba, "¡Tumben esa casa tan fea que daña el pueblo!"
Querida y apreciada fue mi madre por sus otros dos hermanos, Suzo, quien fue el que más compartió y reprodujo en ella el eco de risas hasta las lágrimas e inolvidables momentos de bienestar y abundancia remota. Era espontáneo, gracioso, servicial.
El niño era Francisco, quien migró hace muchísimas décadas a EE. UU. y allá afianzó su sueño y su estilo de vida, adaptándose al suelo americano. "I like being in America, I have everything in America..."
Me volví a dormir implorante y buscando consuelo, seguro como nadie que todo era un malentendido fruto de un sueño. No conocía la frase de la fe como un grano de mostaza, pero nada había más afianzado en mi convicción que la fe.
Esta vez no tuve tiempo de atisbar el círculo concéntrico al despertar. Me lancé de la cama y salí corriendo, crucé el corredor, los cuartos y llegué hasta la cocina, donde abracé a mi madre con todas mis fuerzas sin soltarla. Ella no entendía ese proceder lleno de besos... hasta que me aplacó. Batía un chocolate, ¡el más delicioso que he tomado en toda mi vida!