En Colombia, la corrupción se ha infiltrado en proyectos e instituciones que deberían servir como motores de desarrollo. Desde los sobornos de Odebrecht hasta los casos de robo de combustible en Ecopetrol, los escándalos exponen redes de corrupción enraizadas y un sistema judicial que parece desbordado y políticamente manipulado, donde la impunidad es la norma y las condenas son la excepción. Con instituciones como la Procuraduría, incapaz de aplicar justicia, y un Consejo de Estado que, en casos recientes, ha exonerado con mucho escándalo y disenso a empresas en controversia, el país enfrenta la urgente necesidad de un giro en su sistema judicial.
El proyecto de la refinería de Cartagena (Reficar) fue terminado después de múltiples demoras y sobrecostos astronómicos que duplicaron el presupuesto inicial, llegando a más de 8.000 millones de dólares. Sin embargo, a pesar de su finalización, Reficar continúa presentando fallas técnicas y no cumple con las proyecciones de capacidad productiva que justificaron tan enorme inversión. Las irregularidades en los contratos y la falta de resultados han sido denunciadas repetidamente por la Contraloría, pero el caso sigue estancado en los tribunales. Las investigaciones avanzan con una lentitud que solo alimenta la sospecha de que los responsables más poderosos probablemente nunca pagarán las consecuencias de sus actos.
Entre los escándalos más recientes está el contrabando de combustible, que involucra tanto a empresarios como a grupos insurgentes como el ELN, quienes han establecido redes de robo y venta ilegal de petróleo y sus derivados. Este contrabando afecta una porción significativa de la producción de Ecopetrol, desviada desde zonas productoras, a menudo con la colaboración de empleados corruptos de la empresa estatal. Parte del crudo se vende en el mercado negro interno, mientras otra porción termina en países vecinos, donde es comercializada sin rastros de su origen ilegal. Estas operaciones no solo enriquecen a las redes criminales, sino que financian a grupos armados ilegales, generando un ciclo de violencia y corrupción en el país. A pesar de las pruebas y las denuncias, el caso sigue sin condenas significativas; las capturas solo afectan a operadores de bajo rango, mientras que los empresarios y grupos insurgentes involucrados permanecen al margen de la justicia.
Uno de los episodios más recientes y escandalosos fue la absolución de Corficolombiana por parte del Consejo de Estado, que exoneró a la compañía de cualquier responsabilidad en la red de sobornos del caso Odebrecht. Este fallo contradice una decisión previa del Tribunal de Cundinamarca -luego de estudiar el caso de la acción popular que promovió el entonces procurador Fernando Carrillo-, que había condenado a la empresa por su papel en el entramado de corrupción. Sin embargo, en medio de una avalancha de noticias y escándalos, la absolución pasó casi desapercibida, opacada por otros incidentes de corrupción y una suerte de cortina de humo. Para muchos colombianos, esta decisión fue una muestra flagrante de cómo los poderosos actores económicos pueden escapar de las consecuencias legales. La absolución de Corficolombiana no solo profundizó la frustración social frente a la justicia, sino que también abrió una herida que reafirma la percepción de impunidad para las élites en el país.
La Procuraduría General de la Nación, en lugar de ejercer una vigilancia efectiva sobre el comportamiento de los funcionarios públicos y el erario, ha sido percibida como una institución politizada que suele tomar decisiones en función de intereses partidistas o personales. En escándalos de alto perfil, en lugar de investigar y sancionar a los implicados, la Procuraduría ha mostrado una tendencia a absolver o archivar casos significativos de corrupción, generando desconfianza sobre su capacidad para hacer cumplir la ley. Este patrón de inacción y absoluciones ha llevado a muchos a cuestionar su existencia. Con un enorme presupuesto y más de 1.200 empleados nuevos, el rol opaco de la Procuraduría como entidad investigativa y disciplinaria es especialmente cuestionable en casos de corrupción que involucran grandes sumas de dinero y personajes influyentes.
Las altas cortes en Colombia, integradas por magistrados que deberían representar los más altos estándares de ética y eficiencia, han sido criticadas por su incapacidad para producir resultados efectivos en los casos más emblemáticos de corrupción. Aunque el país cuenta con un numeroso cuerpo de magistrados, solo una minoría parece trabajar de manera exhaustiva y comprometida con la causa de la justicia. La excesiva carga de casos, combinada con una cultura de procedimientos dilatorios, ha hecho que los procesos se extiendan por años, permitiendo a los acusados aprovechar cada recurso legal para evitar una condena. Este sistema saturado y burocrático ha dado lugar a una justicia “paquidérmica”, en la que los delitos de cuello blanco suelen quedar sin castigo, ante la perplejidad ciudadana y la indiferencia de la mayoría de los medios tradicionales, señalada por algunos medios alternativos.
Pese a la frustración generalizada, existe una tenue esperanza en que la nueva Fiscal General de la Nación pueda dar un giro y avanzar de manera decidida contra los delincuentes de cuello blanco. Bajo la presión de la opinión pública y la necesidad urgente de recuperar la confianza ciudadana, se espera que la Fiscalía emprenda acciones con determinación. Sin embargo, este camino no está exento de obstáculos y compromisos tras bastidores. En casos recientes, el Consejo de Estado ha interfererido en el ejercicio de los fiscales generales, como sucedió en el caso de Viviane Morales, cuya designación fue anulada. Aunque el Ejecutivo solo interviene en la selección de una terna para el cargo, los vericuetos legales sobre los procedimientos de elección han servido en el pasado para revocar el nombramiento de fiscales, por razones no solo jurídicas, en un ente cada vez más politizado. Esta posibilidad representa una amenaza constante para el ejercicio pleno y estabilidad en la Fiscalía y podría convertirse en un freno para los esfuerzos por confrontar audazmente a los poderosos actores detrás de los escándalos de corrupción en el país.
¿Será el caso Pegasus otra larga y tediosa investigación? Todo parece indicar que sí. El caso Pegasus, que involucra el espionaje a periodistas, activistas y figuras de la oposición, tiene el potencial de destapar nuevas redes de abuso de poder en Colombia. Sin embargo, el patrón de investigaciones que nunca alcanzan a los grandes responsables se repite con tanta frecuencia que la ciudadanía, hastiada y escéptica, ya anticipa otro ciclo de indagaciones inconclusas. Con una Fiscalía que enfrenta tanto presiones políticas como obstáculos internos, y una justicia incapaz de moverse con la velocidad y contundencia necesarias, el caso Pegasus corre el riesgo de sumarse a la lista de escándalos sin resolver en el país. Una vez más, la expectativa es que los poderosos encontrarán caminos para evadir la justicia. Con un sistema judicial atrapado en su propia inercia, ¿será posible que esta vez se logre un desenlace diferente? En Colombia, donde la justicia parece moverse en cámara lenta, Pegasus parece estar condenado a la misma suerte: una larga y frustrante espera en el laberinto paquidérmico de la justicia.
Es paradójico que en un contexto tan deteriorado en la interpretación judicial, sean los estudiantes de últimos años y recién graduados de derecho quienes demuestren tener un conocimiento más preciso del bloque de constitucionalidad, del que carecen, según sus intervenciones en foros y congresos, algunos altos funcionarios y magistrados de las altas cortes. Estos estudiantes exhiben mayor conocimiento y capacidad para interpretar las normativas supranacionales en ejercicios y simulacros, réplicas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En ellos, parece destacarse una pericia notable en los principios de derechos fundamentales y justicia, que en algunos altos tribunales y entes disciplinarios brilla por su ausencia. Irónicamente, mientras los estudiantes asumen con rigor el bloque de constitucionalidad y el deber de aplicar fallos internacionales, muchos magistrados y altos funcionarios disciplinarios siguen aferrados a una visión vetusta, anclada en los principios de la Constitución de 1886 y una interpretación rígida de la legalidad que omite la naturaleza viva y dinámica de la Constitución actual. Esta falta de actualización y apertura al derecho internacional, que es de obligatorio cumplimiento, podría explicar en parte por qué las decisiones judiciales y disciplinarias en Colombia continúan frustrando el deseo de justicia real y efectiva.