Opinión

Entre el Incienso y el Pecado: Recuerdos de Infancia

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De niño quise ser santo, entre el incienso y el pecado. Jericó era un lugar de muchas capillas, catedrales, seminarios y conventos. Hasta en la misma manzana donde viví residió una santa: la Madre Laura. Diagonal quedaba el Colegio de Santa Rosa de Lima, en honor a la santa peruana que en Lima vivió diagonal a San Martín de Porres. Lugar que alguna vez visité y que era el santo de devoción de mi madre. Luego ese colegio fue ocupado por unos inmigrantes húngaros que instalaron una fábrica de zapatos, que extrañamente fue saqueada justo el día del embarque a Medellín de la producción por unos cacos en camiones al amanecer. Tenían un perro color cobrizo que era el terror de todos, el cual nos obligaba a dejar de correr sin hacernos daño. A tan perceptivo y sagaz can, ahora con recelo reflexiono sospechosamente por qué no ladró el día del más grande hurto realizado. Aunque en honor a la verdad, la edificacion era gigantesca y la narrativa fue que ese suceso los llevó a la quiebra y debieron cerrar. Desalojaron y partieron quien sabe dónde huyendo nuevamente como lo hicieron del comunismo del este, para tristeza mía, pues los hungaros le daban un aire cosmopolita a esa calle contigua y alejado pueblo, siendo pacíficos, amables, espigados, ojos azules, un español gracioso que rezongaban y unida toda la familia laboraba armónicamente.

Me creía en el camino del alcanfor y el incienso, encaminado a una santidad porque iba los domingos a misa –costumbre que aún conservo– pero también a mirar a Beatriz R. Me sentía espíritu superior solo porque había reparado un pequeño libro destrozado que encontré en la basura, “La imitación de Cristo” de Tomás Kempis. Una vez leído, me sentí iluminado por encuadernarlo con buen pegamento, le hice pastas con cartulina cubiertas en cuero. Se quedó sin la letra dorada del título, pero a mi tierna edad sentía una inclinación maravillosa por los libros. Aunque fugaz, la niñez es reclamada por la vida. No era del todo inocente; fui rebelde, andariego, travieso, indisciplinado, pésimo estudiante. Huía de la escuela quitando los barrotes de un ventanal con Augusto Vélez, un desadaptado como yo, hoy filósofo y abogado. Me asombra gratamente: bebíamos de la fuente de la vida.

Jugador de apuestas con moneditas, que eran una gran fortuna a nuestra edad. Del fútbol me enseñó y adiestró mi hermano Carlos, quien falleció muy joven, apodado “Gatillo”. ¡Imaginen cómo le daba al balón! Me metí en problemas, fui ladrón. Dos amigos diabólicos expertos me impulsaron en esa corta carrera de un intento fallido. Por esas cosas del destino, fui atrapado y recibí una gran paliza que morigeró mi conducta tempranamente. Qué buenos psicólogos tuve. Mis padres nunca se enteraron, sino creo que no estaría vivo con la terapia de choque.

Tuve buenas y malas amistades que me dieron perspectiva. Me hacían sentir importante viviendo entre astucia y malicia callejera. Digamos mejor malicia indígena, que nunca me alcanzó para sortear con maldad a las damas. Siempre tímido con las mujeres a las que amaba con solo mirarlas. Por suerte no acapararon mi tiempo en esa infancia y previa adolescencia. Sino no habría sido tan feliz y aventurero.

Cuando tenía casi un año de vida, buscando aventuras o huyendo, me fui gateando hasta alcanzar la parte externa de la casa. Iba raudo como en gesta libertadora. La casa en Támesis, que aún recuerdo vagamente desde los casi tres años, era gigantesca y esquinera. Casona donde hubo frutales, plataneras, naranjas y, extrañamente, alguna que otra vez veía gallinazos rondando el paisaje o recordando ancestros. Esa casa se debatía entre la vida y la muerte, antes fue un cementerio, pero todo lo que se sembraba brotaba y generaba cosecha. Los muertos fueron el mejor abono para esa tierra llena de fertilidad.

La acera era alta y sin embargo ello no fue motivo para desistir mi marcha quijotesca. Por la calzada se acercaba una volqueta apurando el paso. Justo cuando se acercaba, tal vez no calculé bien y rodé a la calle, como si enfrentara un molino de viento, directo a la muerte. Caí aparatosamente quedando justo en la mitad del automotor entre las llantas delanteras y traseras. Una mujer de nombre Yolanda, a la que le decían al parecer la “Reina de la parranda”, años después la conocí. Era realmente bellísima, para más señas estuvo casada con uno de los poderosos dueños de Almacenes Éxito, una empresa hoy de salvadoreños. Yolanda gritó tan estridentemente en ese pueblo silencioso que hasta el conductor quedó congelado y frenó hábilmente de inmediato, demostrando gran reflejo. Las llantas traseras alcanzaron a rozar, sin hacerme daño, mi vientre.

Como ven, llevo infinidad de años ganados a la muerte y mi vida siempre ha sido un torrente de aventuras, logrando hacer lo que a mi discernimiento le place, basado en que uno se lleva lo que hace y deja lo que tiene, incluso cometiendo la herejía de escribir.

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