Opinión

El eco de las cosas que dejamos

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Uno se lleva lo que hace y deja lo que tiene.

La habitación se desmorona frente a quienes están ahí. Cajas abiertas, bolsas negras a medias, montones de cosas apiladas sin orden. Hay discusiones, decisiones rápidas que parecen sentencias:
—¿Esto sirve?
—No, tíralo.
—Esto es mejor donarlo.
—Guarda eso, por si acaso.

Él, desde un rincón que nadie percibe, observa en silencio. La escena no le produce rabia ni tristeza, sino una incomodidad que le carcome. Su vida, reducida a montones de objetos. Cosas que alguna vez creyó importantes, piezas que le definieron, ahora despojadas de significado.

Sus papeles, rigurosamente archivados, son descartados con prisa. Los documentos que alguna vez lo hicieron sentir profesional y capaz ahora son solo diplomas y hojas inútiles. Los trajes que vistió con esfuerzo, que pagó a plazos cuando las cosas no iban bien, son tocados, evaluados y rechazados con una broma ligera:
—No es mi talla, ¿y la tuya?

Pero lo que más duele no es el despojo material. Es el eco de su propio esfuerzo, un reflejo cruel de lo que vivió. Las primeras entrevistas fallidas vuelven a su memoria. Las caras de los entrevistadores, tan pulcras y desinteresadas, que nunca le dieron una verdadera oportunidad. “Falta experiencia”, dijeron algunos. “Necesitamos a alguien con mejores atributos”, dijeron otros, sin disimular. No le quedó más que enfrentarse al rechazo una y otra vez.

Obligado a competir. A preparar concursos donde los méritos parecían ser una moneda de cambio devaluada. Estudió sin descanso, entregándose al esfuerzo porque no tenía otra opción. Cada derrota lo golpeó, pero también lo hizo más fuerte, más determinado. En esos años, entendió que no sería fácil, pero también aprendió que, aunque le negaran el acceso, no podían arrebatarle su dignidad.

Se ve joven, cansado, pero con un brillo feroz en la mirada. Trabajaba días y noches para demostrar que era capaz. Su primer empleo llegó tarde, casi por descarte, pero lo aprovechó como si fuera lo único que tendría. Se ajustó el traje barato, caminó con la frente alta y dio más de lo que se esperaba de él. Era su única forma de avanzar.

En la habitación vacía, alguien encuentra un trofeo. Es de un concurso que ganó mucho después de esas primeras derrotas. Lo sostienen un instante antes de dejarlo a un lado. No tiene valor para ellos, pero para él fue un símbolo. No de triunfo, sino de persistencia.

El tiempo le trajo logros, pero también le mostró la injusticia del mundo. Recordaba con amargura a los que llegaban a donde él luchó por estar, no por méritos, sino por apellidos, intrigas. Políticos que convirtieron sus cargos en trampolines para riquezas desmedidas. Empresarios que tejieron redes de corrupción para comprar indulgencias. Lo sabía porque alguna vez tuvo que lidiar con ellos, resistiéndose a bajar la cabeza.

Se preguntaba ahora qué pasará con ellos cuando llegue su hora. ¿Quién vaciará sus habitaciones? ¿Quién recordará sus nombres sin escupirlos? La diferencia, pensó, era que ellos habían acumulado dinero, mientras él se había construido a sí mismo.

En sus últimos años, aprendió a soltar. Los sueños de grandeza quedaron atrás, reemplazados por el deseo de calma. Las pequeñas cosas le trajeron paz: el café por la mañana, el sonido de una canción vieja, la risa de quienes todavía lo buscaban. Aprendió que no necesitaba demostrar nada a nadie, solo seguir caminando sin dejarse vencer.

Las botellas de whisky en la repisa, siempre llenas, eran un símbolo de ese control. Nunca necesitó abrirlas para hallar consuelo. Verlas ahí era suficiente. Ahora, esas mismas botellas son recogidas por alguien más y dejadas en un rincón, con interés y reverencia.

Alguien encuentra una fotografía. Es él, joven, frente a un mar gris. La persona que la sostiene sonríe antes de guardarla. Ese instante lo sacude, pero no por la imagen, sino porque comprende que no lo define. No muestra las noches en vela, los momentos en que dudó de todo, las palabras que nunca dijo. No muestra los rechazos que moldearon su carácter ni las pequeñas victorias que le hicieron seguir adelante.

El día avanza y la habitación se vacía. Cada bolsa que sale parece arrancarle un peso de encima, como si las cosas que dejó fueran cadenas que finalmente puede soltar. Su vida no fue perfecta, pero tampoco fue un desperdicio. Lo que queda es una certeza: vivió con dignidad, resistió donde otros se rindieron, y eso, al final, fue suficiente.

Mientras se aleja, siente una última lección abrirse paso en su mente: lo que dejamos no son cosas, sino la forma en que vivimos. Y, mientras el eco de las voces se disipa, sonríe por última vez.

No queda más. Solo el eco de las cosas que nunca fueron realmente nuestras. Porque a veces, vivir no es encerrarse en uno mismo, sino encontrarse al borde, donde la mirada externa nos recuerda quién somos. Entre idas y regresos, siempre queda la posibilidad de volver al mejor de los lugares: el sosiego de estar conforme consigo mismo.

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