Opinión

Don Manuel

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Los miércoles por la tarde, después de salir de la Universidad de Antioquia, cruzábamos de norte a sur la ciudad iniciando por el puente de Barranquilla y nuestras sombras deambulaban doblando como transeúntes por la sede de la Universidad Nacional en Medellín, a lo largo del enmallado de ese campus.

Arribábamos a la más pública de las bibliotecas: La Piloto. Sentados en su salita abollonada y desgastada, disfrutábamos esa pasajera comodidad en tiempos de incertidumbre, como ahora.

Recuerdo que alguna vez, estando allí un día cualquiera —la muerte no discrimina día—, explosionó un carro bomba atribuido a Pablo Escobar frente a la Plaza de Toros, distante aproximadamente setecientos metros. La onda expansiva pasó como ráfaga mortecina quebrando todos los cristales y estropeando marcos de aluminio, mientras agazapados veíamos migas de vidrio entre las ropas y por doquier... tiempos de terror.

Volviendo a la cita, como en un rito pasábamos a la cafetería, previa ceremonia a la entrada del auditorio acompañados de Audalícer Montoya, Marcial Berrío, entre otros; cruzaban saludos Libardo Porras, Edgard Trejos y alguna vez Reinaldo Spitaletta, con la cabeza gacha, y como un monje sibilino saludaba Jaime Jaramillo Escobar (conocido con el seudónimo de X-504) inclinando su calva con su libro agarrado al pecho como el sacerdote que ingresa al altar.

Recordé ese domingo previo haberme encontrado en la Plaza de Bolívar a otro nadaísta, Darío Lemus, minado, diezmado físicamente y postrado en su silla de ruedas; ya había perdido una pierna y la otra peligraba igual. Con una sonrisa sencilla, serena y dulce repartía reflexiones y poemas que hurgaba en su interior. Le hablé de X-504 y me expresó, abriendo sus ojos con admiración en ese rostro enflaquecido como un sobreviviente de Auschwitz, que era uno de los que más admiraba de su cohorte y que quizás la posteridad podría salvar. Solo atiné a preguntarle qué libro le parecía el más inútil de los que había leído y me contestó: El Capital de Marx, y agregó: "Ese tipo tuvo que estar bien desocupado —textualmente— para escribir ese mamotreto." Meses después falleció pobremente, como los poetas de este y otros trópicos; años después encontré al enorme Raúl Gómez Jattin en la avenida La Playa, siendo objeto de burlas por jóvenes colegiales que jamás entenderían las cuitas y fragilidades que cohabitan la mente de un genio. Le llamé y dejó de vociferarles, pero seguía salvaje apretando los puños y se fue apaciguando. Compartimos una cerveza con la que fue mi novia en la universidad, quien, anonadada, se extrañaba de haber sentado a tan pantagruélico y extraviado habitante de la calle. En una mesa contigua saludamos a un joven y talentoso poeta que espaciaba su tiempo defendiendo la causa de una asociación de la profesión más antigua del mundo; era Daniel Jiménez.

Retomando. Ingresamos al auditorio e hizo su entrada triunfal, con su vaso lleno de licor color cobrizo, nuestra estrella —no de pop ni rockera— pero sí literaria: el gran Manuel Mejía Vallejo. Elegante, porque el artista no tiene que andar andrajoso para ser un buen bohemio y pensante. Con bigote grueso, frente alta y cabello abundante con dos entradas. Con su acentuada voz paisa y ojos agudos detrás de sus lentes lánguidos, comenzaba su análisis y aporte a escritos: revisaba novelas, cuentos, poemas y hasta coplas.

Éramos una cofradía y depositaba su enorme confianza en el grupo, al punto de contar intimidades dignas de novela, que seguirán sepultadas para mí, pero que resumo en conflictos familiares en su infancia, orgulloso de su Balandú en Jardín, detalles hasta de la noche en que nació —buen investigador— en la orilla de un río que separaba el municipio de Jericó de Jardín. Las distancias con su padre, a quien sin duda amó hasta el dolor, rencores no suyos, de colegas, por ser directo y hablar sin almidonado verbo... porque, ¿quién es tu enemigo? El de tu profesión, como me expresó alguna vez mi viejo secretario y amigo Abel Rodríguez Suárez en el municipio de Frontino.

Rememoraba Manuel, mientras tomaba otro trago cobrizo levantando el mentón que dejaba caer en su boca, de amores prohibidos que no pudieron ser para infortunio suyo, golpeante y sensible con su vozarrón relataba tragedias, desamores: "un poema de amor no solo exalta el amor... sino que también ataca el amor," exclamaba como en escena griega retumbando en el salón.

Al final, un apretón de manos. Saludo general.

—Creo que me ausentaré un tiempo— le dije, disculpándome.

—¡Ya volverás!— Sonrió entusiasta, restando importancia.

Ya había recibido Manuel el premio Rómulo Gallegos en Venezuela, el Nadal en España y muchos otros, aunque alguno no fue suyo por animadversión de un jurado en un concurso de novela, con quien tuvo rencilla por decirle que se le notaba mucho que escribía sin oficio. Aún así, no le importó enviar sus cuartillas, confiando en eso tan escaso: la ética. Quedó segundo. No hubo perdón.

Mucho antes que Gabo, había sido traducido al sueco y sonó como aspirante al Nobel. Reconocía sin envidia el talento de Gabo y su buena amistad, aunque algunos urdían falsa enemistad y disputas entre ambos; fue mutuo respeto y admiración recíproca lo acontecido. Consideraba que sería bien difícil la consecución de ese Nobel de nuevo para esta tierra tropical, muy consciente de los años que con nobleza iba deshojando. Entrecerraba los ojos Claire, una francesa que no faltaba a la cita del miércoles, mientras escuchaba a Manuel  referirse extasiado sobre su estancia en París.

Odiaba las dictaduras y vivió esas soledumbres en Centroamérica, y a las pláticas asistíamos quienes encontramos como un Indiana Jones ese tesoro de generosa y sabia veta aurífera—no pacífica— diatriba o canción, y no faltaba algún agente encubierto del Estado, aunque poco se hablaba de política, pero resaltaba entre el grupo como iluminado por un proyector en un anfiteatro.

Salíamos de un sortilegio recordando anécdotas, correcciones, exaltaciones y repasando miradas desencontradas con alguna mujer bella y talentosa escritora en ciernes. Cruzábamos el puente de la avenida Colombia y aterrizábamos en algún bar del viejo Barrio Guayaquil, para escuchar tangos y milongas con las escasas copas del que no tiene nada en los bolsillos.

Qué felices éramos los miércoles por la tarde... en la cita semanal de la biblioteca Pública Piloto compartiendo con Don Manuel.

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