Opinión

Bienvenido Fiódor Mijáilovich Dostoyevski

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Entra hijo, Yeshúa te espera, quise recibirte directamente.

No digas nada, conozco esa expresión absorta plasmada por Vasili Perov. No hay más penitencias, ya tuviste muchas.

Es cierto que tus múltiples quebrantos de salud ayudaron, recuerda los severos resfriados que perturbaban aún más tu angina de pecho o esa epilepsia que te hizo un verdadero mártir. No todo me lo puedes atribuir a mí, hubo descuidos y desmanes; sin embargo, ese padecer te hizo más sufriente que a muchos otros y te dio redención.

Con lentitud se comprende que cualquier penitencia física es poca frente a la durísima prueba de la punición espiritual.

¿Te sientes ligero? No fue nada fácil sortear deudas ajenas o incluso inexistentes de las que te responsabilizaste, de deudos y extraños. Aquí aplica que sí perdonaste a tus deudores, incluso a los falsos acreedores.

Traes grandes activos. Apoyaste al mantenido de tu hijastro. Hombre recio, fuerte, sano, holgazán, cumpliéndole a su agónica madre -María Dimitrievna Isaievala- la promesa de velar por él, incluso hasta casado y en uso de buen retiro. ¿Y a cambio de qué? De sacarte hasta el último rublo e ir vendiendo tus más preciados libros uno a uno, esos que le entregaste en custodia cuando debiste huir al extranjero ante la persecución de tus acreedores que te querían preso nuevamente; hasta las biblias empastadas como reliquias ofreció sin pudor. Pero era bueno que se distribuyeran y más gente las leyera, se le abona. Ni un saludo te envió o pésame por la muerte de mi pequeño Alekséi. Añoraste su apoyo en tus crisis y penosa enfermedad, yo también lo eché de menos. Es también hijo mío.

No podrás negar que metiste la pata con Polina Súslova, esa joven escritora que te dejaba hecho añicos y te explotaba para sostener a su amante. La cadena se repite, ley de compensación, lo que atrae la culpa... hay cosas que debo callar y no detallar.

¿O piensas que nadie te quita lo bailado? No agaches la mirada, solo rememoro, no te juzgo más de lo que tú ya lo has hecho. Los hombres suelen ser frágiles, muchos ejemplos se resumen en el libro mayor, como dijo un cantante seguidor mío, van como la abeja al panal.

La viuda y los cuatro hijos de tu hermano Mijaíl fueron asistidos por ti hasta el límite de tus fuerzas. Aún a costa de tu familia, que padeció penurias constantes y citas habituales en las casas de empeño.

Desconcertado estuve de ver cómo confiabas en el género humano, siempre y sin claudicación.

Bastaba una lágrima para firmar una factura sobre lo que no debías, hasta el travieso de Turgueniev te cobró lo que no debías, otros incluso deudas ya saldadas. Pero confiar en los casinos, la ruleta, fue de ver y no creer, palabra impronunciable en mí.

Aunque esos diez mil francos que ganaste en la ruleta aquella vez fueron un bálsamo, solo fue un acicate para continuar en tu obsesión con más ahínco.

Donde tuviste más luz fue en la casa de los muertos, la biblia fue tu lámpara. Cruzaste la coraza del dolor y saliste renovado, también minado. No fue nada personal. Estabas en tus delirios juveniles, Mijaíl Petrashevski atrajo tu atención y todo terminó mal. Alguien dirá que fue de acuerdo a mis planes, pero fue tu libre decisión.

Anduviste en las memorias del subsuelo golpeándote y arrastrándote hasta la exacerbación. Dice un colega tuyo que cuando el hombre piensa, Dios ríe, pero estuve atento a cada renglón de tus yoes, prolongados en los Hermanos Karamazov. Yo puedo saberlo todo, pero ustedes tienen margen de maniobra y de no ser por el arte esto sería menos ameno.

Con esa lucecita que llegó a tu camino previamente, Anna Grigórievna, te lograste el premio mayor. Te lo digo con discreción: no debo incentivar narrativas sobre juegos de azar. Esa luz en ese cuarto oscuro puso orden a tu vida y al día tus agendas.

Qué buen ojo y discernimiento tuviste para elegirla, una de mis predilectas, pronto vendrá.

Cerraste con éxito pasajero, recuerda que todos lo son, en Moscú en el homenaje a Aleksander Pushkin, logrando lo que pocos humanos: unir a los liberales y los reaccionarios, estallando en aplausos, lágrimas y conmoción ambos. Pushkin sonrió, te cuento. Plasmaste las más profundas emociones desde lo más intenso, doloroso y escabroso del alma, desde el subsuelo. El resto de lo que pasó luego allí, tendremos tiempo para hablar.

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