Cuando los muñequitos descansan o duermen, sus mentores afinan la voz y ofrecen hasta sus entrañas para atizar en sus huestes indignaciones crónicas al despertar de un nuevo día. Estos críos, alimentados con medianez y con un estanque de sangre u otra visceral información, obtenida ilícitamente, ¿qué primicia sería si proviniera de la verdad oficial? Enfatizan su proclividad a la reacción primaria y radical, que cada vez será más irrebatible para sus receptores, sembrando sinceras y reiteradas convicciones, incubándoles hasta el hastío de morir por causa ajena e incierta.
Los muñequitos, como gansos alimentados dentro de una botella sin fórmula de salida, nos hacen cuestionar: ¿cómo puede llamarse exitosa una especie que se autoelimina la facultad de refutar o cuestionarse, con miles de excusas o pretextos, sin mayor atisbo de atención o esfuerzo?
Como diría Karl Popper y su temática del falsacionismo: una afirmación es falsable si es posible (teóricamente incluso) diseñar un experimento tal que uno de los potenciales resultados de ese experimento sea que la afirmación sea falsa.
Dejemos los muñequitos y las muñequitas que transmiten vísceras desinformativas y comparémonos con los alevinos, esos peces en su etapa juvenil, es decir, en una fase de desarrollo temprana posterior a su nacimiento o eclosión. Son organismos que aún no han alcanzado su estado adulto y, en esta etapa, son especialmente vulnerables y requieren condiciones específicas de cuidado, especialmente en acuicultura, como nosotros.
En la crianza de peces, los alevinos son alimentados hasta que crecen lo suficiente para ser transferidos a estanques más grandes o ser vendidos. Su desarrollo depende de factores como la temperatura del agua, la calidad de los alimentos y la cantidad de oxígeno, como nosotros.
Imaginemos que somos alevinos y que, de acuerdo al impulso y oxígeno que recibimos, además de los nutrientes y el hábitat, podemos crecer y destacarnos para la supervivencia. Pero queremos superarnos aún más y descubrimos que ya hay un hegemónico grupo que se apropió por generaciones de casi todo en el hábitat. Si queremos destacarnos, necesitamos temple y perseverancia, y aun así, además, el apoyo de estos constrictos, debiendo ganarnos su afecto, confianza, cariño y hasta padecer el teatro de su claqueo y palidecer ante su malhumor.
Sus poderosos recursos nunca alcanzan ni son suficientes para disfrutar su existencia, mucho menos harán mejor la nuestra, porque padecen un mal terrible: acumulan para dejar a sus estirpes, con las cuales suelen ser cariñosos, un trato menos digno que el de sus nanas, baby sitters o “Lady Lauras”, quienes llenan —estas sí— su ya vacío mundo emocional con nutrido acompañamiento y algún destello de amor.
A diferencia de los ejércitos o colectivos de alevinos, entre nosotros hay oficios y clasificaciones a las que no todos podemos acceder. Aunque, similar a ellos, podríamos sobrepoblarnos, lo cual no es conveniente mientras la antropofagia no renazca o no seamos aún el mejor menú en la mesa para los cada vez más ovacionados platos exóticos. ¡Qué horror!
Tampoco es permisible que los alevinos se multipliquen tanto como para acabar con el hambre, pues quebraría la industria pesquera. ¡Qué paradójico! Derrumbaría los precios, consecuencia de la sobreabundancia.
Mientras el hambre, aún en la información verdadera, rompa récords en la escala de miseria del hábitat, habrá siempre un lugar destacado para el coste de cualquier adquisición, pues es necesaria la escasez para subir su coste.
Tienen más posibilidades de triunfar con éxito algunos alevinos en franca lisa que nosotros, pues, sometidos diariamente al caleidoscopio desinformativo rutinario, difícilmente lograremos cruzar esas tenues pompas de jabón que adornan nuestra existencia y experiencia visual, alimentada de todo aquello que parece una luz, pero son destellos de todo aquello sobreexpuesto para convertirnos en salchichas, como en The Wall de Alan Parker.